miércoles, 3 de diciembre de 2008
LA FALACIA DE LA "TECNOLOGÍA PROPIA"
viernes, 28 de noviembre de 2008
LA TEORÍA DE LA PLUSVALÍA
[1] Eugene von Bohm-Bawerk, "La teoría de la explotación", Editorial Mirasierra, Unión Editorial S.A., 1976.
[2] Las curvas de ingreso marginal y de costo marginal son las derivadas de las curvas de costo total e ingreso total, y en el punto en que mayor es la distancia entre ambas curvas –es decir, cuando el beneficio es máximo- coinciden sus pendientes o, en otras palabras, el costo marginal es igual al ingreso marginal (Alpha Chiang, Métodos fundamentales de economía matemática", McGraw-Hill, traducción española de la 3ª edición de inglés, pág. 251: "Una de las primeras cosas que un estudiante de económicas aprende es que, en orden a maximizar el beneficio, una empresa debe igualar el coste marginal al ingreso marginal…").
EL SITIO DE AMBERES
En 1584, la ciudad de Amberes estaba sitiada por el ejército del duque de Parma y, ante el sitio y la reducción de la oferta, los precios de los alimentos ascendieron. Las autoridades hicieron lo que probablemente haría todo gobernante con sensibilidad social y "sentido común": fijaron precios máximos para los alimentos, bajo draconianas sanciones. El sentido común puede ser una guía excelente para la adopción de decisiones sencillas, pero no es una herramienta que supla el conocimiento y los principios económicos y jurídicos. El sentido común dice a la gente que la tierra es plana, que los objetos más pesados caen más rápidamente porque son más pesados, y también que si los precios suben, han que controlarlos.
Los precios topes y los riesgos duplicados de sufrir la muerte en manos de las tropas asediantes o de las autoridades de la ciudad asediada; o al menos de sufrir el decomiso de sus mercaderías, disuadieron de eludir el bloqueo a los comerciantes de otras ciudades: ¿para qué arriesgarse a hacerlo, si no podían vender sus productos a precios superiores a los de sus sitios de origen? Los precios máximos, al no reflejar la reducida oferta y alentar la demanda de alimentos, generaron lo que siempre provocan: un marcado desabastecimiento que, cuando de alimentos se trata, se traduce en una hambruna generalizada.
Amberes finalmente no cayó por las armas, sino por el hambre.
sábado, 15 de noviembre de 2008
EL MERCADO, SU DESPRESTIGIO EN EL PAÍS Y SU REVALORIZACIÓN EN LOS PAÍSES QUE SUFRIERON EL SOCIALISMO
[3], dijo en 1993:
"Una economía de mercado...es la única economía natural, el único tipo que tiene sentido, el único que puede traer la prosperidad, ya que es el único que refleja la naturaleza de la vida misma. La esencia de la vida es infinita y misteriosamente multiforme y, por lo tanto, no puede ser contenida ni planificada en toda su plenitud y variabilidad por ninguna inteligencia central".Dado que el comunismo soviético fue el campo de pruebas de las teorías de Marx, es interesante oír la opinión de alguien que integró el Instituto de Economía Mundial y de Relaciones Internacionales de la Academia de Ciencias de la URSS y Profesor de la Universidad Lumumba de Moscú[4]. El autor no abandona las categorías marxistas en su análisis, pero justamente esa circunstancia –más el hecho de que fue un hombre de absoluta confianza de los jerarcas- acrecienta el interés de su lectura. Las opiniones sobre el mecanismo del mercado de este autor –por lo demás, marxista convencido, al menos en la época que escribió estos párrafos - llenarían de estupor a muchos de nuestros progresistas:
"Es corriente, a partir de Marx, calificar a los mecanismos de regulación del mercado de "anárquicos" y "sumarios". Hay mucho de verdad en este juicio. Efectivamente, el mercado capitalista es anárquico en el sentido de que no tiene por encima de él ninguna autoridad directriz; es sumario, por cierto, en el sentido de que sus reacciones no constituyen el resultado de un análisis reflexivo del conjunto de la situación del mercado, ni una deducción lógica de este análisis. Sin embargo, esos dos puntos no testimonial la debilidad, sino, por el contrario, la fuerza de los mecanismos de mercado".
"Recordemos la fábula del ciempiés, que no podía andar cuando intentaba mover conscientemente sus patas".
"Tomemos, aún, el ejemplo del organismo humano; dispone de millones de células y cada una de ellas funciona. Imaginemos que usted trata de dar conscientemente una consigna a cada una de las células. Es evidente que ninguna podrá cumplir sus funciones y que usted mismo terminará muy pronto en el asilo".
"…En el terreno económico, el mercado se muestra como el mecanismo regulador de la sociedad. Se revela más elástico, móvil y apto para las reacciones rápidas que una burocracia, aun la más competente de ellas (sin hablar ya de una burocracia elegida únicamente según criterios políticos). Además, cuando las consignas burocráticas son dadas con varios años de adelanto, y constituyen durante un quinquenio una norma rígida, resulta imposible cualquier elasticidad en las reacciones económicas. Se puede, por cierto, aumentar los organismos encargados de la redacción e inflar las cifras: el resultado no tiene la menor posibilidad de reemplazar al mecanismo autorregulador que es el mercado" (pág. 136).
Otro especialista en la Unión Soviética, nacido allí y emigrado a Francia[5] y profesor de la Sorbona, destacaba que
"…desde 1930, la Unión Soviética conoce "dificultades temporales" de aprovisionamiento incluido el pan. En 1981-1982, la URSS compró 46.000.000 de toneladas de trigo al extranjero, y se manifestó resuelta a adquirir regularmente 35.000.000 de toneladas. Se organizó en el país una campaña para incitar a la población a "economizar el pan…Por aquel entonces, un senador norteamericano pronunció un discurso contra la desigualdad en Estados Unidos: un 70 % de las escuelas situadas en los barrios acomodados estaban equipadas con microordenadores, contra un 40 % en los barrios pobres". (pág. 131)
"…Todo el mundo aparenta. Los obreros aparentan trabajar bien, considerando esa ausencia de rendimiento como una compensación de su bajo salario, que, de todos modos, no les sirve para nada, puesto que en unos casos los comercios están vacíos y en otros ofrecen productos raros y de mala calidad" (pág. 133).
Esa carestía de productos de primera necesidad –propia de la destrucción de los mercados libres- fue acompañada por un enorme retraso tecnológico, al que se le dio –como ahora en Cuba- justificaciones ideológicas:
"El vicepresidente de la Academia de Ciencias, Yevgueni Velijov, explicó que el hombre soviético no tendría necesidad de poseer ordenador, puesto que la colectividad pondría un número suficiente de tales ingenios a su disposición". En una carta dirigida a un periódico norteamericano, el corresponsal de la agencia de prensa Nóvosti rechazó la afirmación de un retraso soviético en tal campo, limitándose a comentar: "Entre nosotros no hay demanda de ordenadores individuales puesto que no existe la empresa privada" (pág. 134).
Los teléfonos eran insuficientes, como lo fueron en Argentina bajo el régimen de monopolio estatal:
"El estado de la red telefónica soviética ofrece otra prueba de la inutilidad –desde el punto de vista de los dirigentes- de los ordenadores. En 1982 se contaba en la URSS con un teléfono por cada 10 personas, mientras que en Gran Bretaña, por ejemplo, se disponía de uno por cada dos o tres" (pág. 134).
Para aquellos que piensan que la corrupción es un subproducto del "neoliberalismo", y no advierten que es una consecuencia forzosa de la expansión del Estado, sería conveniente la lectura de estas líneas:
"La economía planificada y el sistema de penuria económica provocan la creación de mercados llamados "coloreados" (mercado negro o "gris" semilegal) que permiten cumplimentar el Plan…La existencia de un plan todopoderoso cuya realización es el primer deber del ciudadano soviético, hace de la corrupción a diversos niveles de la economía del país una necesidad y, por tanto, una virtud. No cumplimentar el plan es un crimen bastante más grave que sobornar a un funcionario o recurrir a los mercados "coloreados"…Al estar la economía planificada por entero, no hay un solo soviético que no se inscriba en el sistema de corrupción inseparable de la actividad profesional. La corrupción actúa como un lubrificante y permite el funcionamiento de un mecanismo que combina, por una parte, control total y permanente, y por otra, falsificación también total y permanente" (pág. 138).
La falta de perspectiva histórica, la carencia de memoria, la indulgencia con el marxismo y la acelerada exculpación de sus crímenes históricos, considerándolos desviaciones de un ideal, y no parte consustancial a él, han provocado un injustificado resurgimiento de su respetabilidad. Pero como los errores, por "buena prensa" que tengan, y por "políticamente correcto" que parezca no criticarlos, no dejan de ser tales, procuraré demostrar las ventajas –desde un punto de vista comparativo; ningún sistema económico y social es perfecto- de su opuesto: la economía de mercado.
[1] El hecho de que en los acuerdos comerciales con China, este país haya insistido en que se lo reconozca como una economía de mercado, no parece haber tenido mayor influencia en el progresismo local.
[2] Como si fuera una imposición de fuerzas ajenas a los propios individuos.
[3] Václav Havel, "Summer Meditations" (1993), citado por Samuelson-Nordhauss, obra citada, capítulo 15, pág. 271.
[4] Michael Voslensky, "La nomenklatura. Los privilegiados en la URSS", Editorial CREA S.A., 1981, Buenos Aires, impreso en España por Chimenos S.A.
[5] Michaell Heller, "El hombre nuevo soviético", Ed. Sudamericana-Planeta, 1985, págs. 130-135.
domingo, 9 de noviembre de 2008
Luis, de El Opinador compulsivo, bajo el título Socialismo Salvaje, muestra la estatización sin precedentes de nuestra economíahttp://articulos-interesantes.blogspot.com/2008/11/record-absoluto-de-control-estatal-de.html
Por suerte, no es más salvaje por la chantería argentina. ¿Se imaginan lo que sería si todos los funcionarios a cargo del gobierno pensaran lo que dicen, y lo aplicaran?
Alguna vez, un amigo mío me dijo que en Argentina la corrupción es la salvaguarda contra el totalitarismo. Schindler era un corrupto para las leyes nazis.
jueves, 6 de noviembre de 2008
La actual idealización de las décadas de 1960 y 1970, en jóvenes que nacieron a fines de los 70 o comienzos de los 80 condujo a que, en versiones vulgarizadas o nuevas ediciones de lo escrito en aquellas épocas, hayan resurgido doctrinas deficientes en lo conceptual y demostradamente falsas en sus fundamentos empíricos, que explican el desarrollo de los países del "centro" como el reverso de la medalla del subdesarrollo de la "periferia", por la explotación de ésta por aquéllos।Los países ricos lo serían, porque otros son pobres । Un esquema en el que los países subdesarrollados estarían condenados a exportar materias primas, e importar productos manufacturados; a recibir capitales expoliadores, que perpetuarían el atraso y la dependencia [1].
La repetición de esas ideas –que siempre fueron desatinadas, aunque hayan tenido muchos adherentes- es, cuatro décadas después, incomprensible no sólo por su endeblez teórica, sino porque lo acontecido en ese tiempo desmintió en los hechos su análisis y sus profecías. ¿A qué polo de la relación centro-periferia pertenecían y pertenecen Japón, Italia, España, Irlanda, Taiwán, Corea del Sur, Singapur o Argentina? Nuestra patria tenía un ingreso per capita superior a todos esos países en la década de 1950, y a la mayoría de ellos en la década de 1960, no obstante lo cual los teóricos del subdesarrollo latinoamericano nos ubicaban dentro de los países periféricos. Los países que eran pobres y ya no lo son, ¿pertenecen al "centro" o su pertenencia a la "periferia" no ha sido un obstáculo para su crecimiento?[2] Canadá era y es un importante receptor de inversiones estadounidenses, y fue durante años casi un apéndice, desde el punto de vista económico, de su poderoso vecino ¿se trata de un país periférico, o en algún momento lo fue? ¿La dependencia económica trajo consigo la dependencia política, o el empobrecimiento de su economía?
Irlanda, otrora país que durante el siglo 19 y gran parte del siglo 20 expulsaba emigrantes por las hambrunas que diezmaban su población es, hoy, uno de los países europeos más pujantes, en gran medida gracias a sus bajos impuestos. Su ingreso per cápita supera al de la mayoría de las naciones de Europa Occidental. Según el World Bank[3], que ha confeccionado una lista decreciente por ese concepto, Irlanda tuvo un ingreso per cápita en el año 2006, de U$S 45.880, superior a los Estados Unidos (U$S 44.970), Suecia (U$S 43.580), Países Bajos (U$S 42.670), Finlandia (U$S 40.650), Reino Unido (U$S 40.180), Austria (U$S 39.590), Bélgica (U$S 38.600), Japón (U$S 38.410), Alemania (U$S 36.620), Francia, (U$S 36.550), Canadá (U$S 36.170), Australia (U$S 35.990), Italia (U$S 32.020), Italia (U$S 32.020), Singapur (U$S 29.320), Hong Kong (U$S 28.460), España (U$S 27.570); Nueva Zelanda (U$S 27.250). ¿Cuántos de esos países pueden ser considerados “centrales”? ¿cuáles son los “periféricos”? ¿En qué momento dejaron de ser “explotados” para convertirse en “explotadores”?
El atraso que supuestamente llevaría consigo la calidad de exportador de materias primas en ese "esquema" que nos habrían impuesto desde afuera con la complicidad de las oligarquías locales, era radicalmente falso, y lo sigue siendo: en 1960 Argentina era uno de los principales exportadores de carne, precedido por Dinamarca y Nueva Zelanda; de cereales, superados por Estados Unidos y Canadá, y seguidos de cerca por Australia y Francia; los principales exportadores de lana eran Australia y Nueva Zelanda, seguidos por Argentina; de leche, eran Holanda, Dinamarca, Nueva Zelanda, Australia y Francia. Ninguno de los principales exportadores de cereales, carne y leche eran países subdesarrollados, y en algunos de ellos, las exportaciones primarias significaban –como para nosotros antes y ahora- una proporción elevada del total de sus ventas al exterior (Nueva Zelanda, 96%; Argentina, 95%; Australia, 78% y Dinamarca, 62%)[4].
Las teorías de la pobreza o el estancamiento de los países subdesarrollados como contracara de la riqueza de los "países centrales" tienen, como ingrediente adicional, un efecto paralizante de la voluntad de la sociedad y de su dirigencia de analizar seriamente y superar los problemas actuales. Finalmente, queda como única sugerencia distribuir la pobreza en forma más o menos equilibrada, lo que –como se verá- no es una solución para los pobres, y conduce a perpetuar el estancamiento.
[1] Darcy Ribeiro ("Las Américas y la Civilización, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, Tomo I, pág. 29) decía que "el desarrollo desigual de los pueblos contemporáneos se explica como efecto de procesos históricos generales de transformación que alcanzan de modos distintos a todos ellos. Fueron estos procesos los que generaron, simultánea y correlativamente, las economías metropolitanas y las coloniales, conformándolas como un sistema interactivo compuestos por polos mutuamente complementarios de atraso y de progreso. Y configurando a las sociedades subdesarrolladas no como réplicas de etapas anteriores de las desarrolladas, sino como contrapartes necesarias para la perpetuación del sistema que componen"
[2] Al decir de Samuelson-Nordhauss ("Economía", decimosexta edición, 1999, Mc Graw Hill/Interamericana de España, pág. 539), "hace una generación, algunos países como Taiwán, Corea del Sur y Singapur tenían una renta per capita que representaba entre un cuarto y un tercio de la renta per cápita de los países iberoamericanos más ricos"
[3] Datos extraídos del sitio web http://www.finfacts.ie/biz10/globalworldincomepercapita.htm, fuente World Bank Development indicators 2007.
[4] FEDERICO PINEDO, "La CEPAL y la realidad económica en América Latina", Centro de Estudios sobre la Libertad, 1963, págs. 59-62.
miércoles, 5 de noviembre de 2008
La Argentina del progreso y la argentina de la decadencia
Muchos jóvenes y quienes no lo son tanto piensan, sea con resignación, sea con odio a los países desarrollados, sea con orgullo, que siempre fuimos muy parecidos al resto de América Latina. El intento de acercarnos al primer mundo ha sido ridiculizado, y se cree que lo progresista es compartir un destino de miseria y resentimiento con el resto de los hermanos latinoamericanos. En todo caso, parece que lo importante es que la estrechez se distribuya en forma más igualitaria y "digna", pero se asume como un destino ineluctable nuestra pobreza relativa respecto de Estados Unidos y de Europa.
Hubo una época, no tan lejana –la que vio nacer a mis padres- que Argentina se situaba en otros niveles y apuntaba más alto. Hacia el centenario de la Revolución de Mayo y de la Independencia de 1816, nuestro país había experimentado un milagro económico. Desde la organización nacional -1860- hasta 1916, Argentina se convirtió en tierra de promisión para muchos inmigrantes, que dejaban sus países de origen –principalmente Italia y España, pero también Rusia (los judíos que huían de los pogroms zaristas), las actuales Siria y Líbano, Francia, Irlanda, Gales- buscando, según los casos, mejorar su fortuna o preservar sus vidas y libertades, objetivo que consiguieron en la totalidad de los casos.
Basta una lectura de la guía de teléfonos de la Capital Federal, de los pueblos de las provincias de Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, Mendoza y todo el sud del país, para advertir que los apellidos que allí figuran, en una proporción considerable, nada tienen que ver con la colonización española inicial. Eso nos habla de un país que se formó por la inmigración extranjera, y no hay inmigrantes donde las condiciones económicas, institucionales y jurídicas no brindan un marco acogedor. Hubo una Argentina que atraía, a diferencia de la actual Argentina expulsora de jóvenes y que roba sus ahorros e ilusiones a los viejos.
1. Los salarios, ingresos y movilidad social en las buenas épocas
Por supuesto, cuando se habla de niveles de vida y salarios, las referencias no pueden ser sino comparativas. Nada se gana con pintar en vivos colores las condiciones de los conventillos de Buenos Aires o de los zafreros de la caña de azúcar, sin compararlos con las que imperaban en los países de origen. Sin desconocer que existieron situaciones de pobreza e inclusive de miseria en todos los tiempos, Argentina fue, durante muchos años, una nación con salarios similares o superiores a los imperantes en países que hoy nos superan con creces.
Siguiendo a Federico Pinedo[1], quien toma cifras dadas por el economista francés Gide, el salario medio anual de un obrero en París era de 2174 francos y de uno de las demás ciudades francesas era de 1266 francos, lo que equivalía respectivamente a 978 y 570 pesos papel argentinos de entonces, cuando un simple peón del puerto de Buenos Aires ganaba entre 80 y 100 pesos papel por mes, es decir entre 960 y 1200 pesos por año. Por el trabajo de jornaleros rurales franceses, unos pocos años antes de fin de siglo, después de una suba que se consideraba enorme, se pagaba, según datos que se encuentran en el Diccionario de Economía de León Say, 2,4 francos por día, o sea muy poco más de un peso papel. En Alemania según datos que se encuentran en los escritores más reputados (citados y examinados por el Dr. David, Sozialismus und Landwirtschaft[2]) lo que ganaba un obrero rural en 1911 rara vez llegaba al equivalente de $500 papel argentinos de entonces por año y lo pagado a un “Knecht” en las tierras señoriales del Este de Elba no pasaba de lo que ganaba entonces una mucama rural en las más pobres provincias argentinas. Según el libro del profesor alemán Lujo Brentano, “con el valor de la cantidad de trigo con que se pagaba un jornal en la Argentina, se pagaba entre 4 y 5 jornales en Alemania, y excusado es decir que más bajos que en Alemania eran los salarios en los países situados más al Este o en las penínsulas meridionales de Europa. El libro de Alfred Sauvy, sobre la economía francesa entre las dos guerras, confirma lo que se deja dicho sobre el bajo nivel de las remuneraciones antes de la primera guerra, con cifras en 1914, según las cuales era general un salario de cinco francos por día en París o sea $ 2,25 m/n. y para los ocupados en 22 profesiones el salario era de 8,3 francos por día ($3,70 m/n). Y eso pasaba en el país de más alto salario de Europa Continental.
Si comparamos los salarios por hora cobrados en 1911 y 1914 en Buenos Aires, París y Marsella, en siete categorías de trabajo distintas, vemos que los salarios de Buenos Aires eran un 80% mayores que los de Marsella en todas las categorías y un 25% más altos que los de París en la mayor parte de las categorías. Hasta la Primera Guerra Mundial, aunque el ingreso per cápita en Estados Unidos era mucho mayor que en Argentina, el salario promedio que recibía un inmigrante al llegar a Buenos Aires era similar al que recibía un inmigrante que llegaba a Nueva York. Un informe de 1921 del departamento de comercio exterior del Reino Unido confirmó que los salarios en Argentina eran mayores que en Europa (Díaz Alejandro, 1970, págs. 43–44).
La extensión de la clase media argentina, su cultura y la movilidad social ascendente que la caracterizaba fue, durante mucho tiempo, un orgullo de nuestro país y una nota claramente diferencial respecto del resto de Iberoamérica. Profesionales, pequeños o medianos comerciantes, productores agropecuarios o industriales, directores y gerentes de empresas más grandes. Esa clase media, al amparo de la estabilidad monetaria y de las posibilidades abiertas al crecimiento que caracterizaban a nuestro país, ahorró, hizo estudiar a sus hijos, progresó y se incorporó activamente al quehacer económico, político y cultural de nuestra patria. La movilidad social caracterizó a la Argentina por muchos años, y se está perdiendo a pasos acelerados, configurando un cuadro de creciente latinoamericanización, dicho sea esto sin una connotación peyorativa, sino descriptiva de la realidad de nuestro pobre sub-continente. En todo caso, en los últimos tiempos los ascensos económicos han venido de la mano de la política, del sindicalismo o de las conexiones empresarias con dirigentes políticos, funcionarios o sindicalistas, no del legítimo progreso individual.
2. El comercio exterior bajo la Argentina liberal
Siguiendo igualmente a Federico Pinedo, en los 12 quinquenios que siguieron al de 1864-1868 (hasta 1924/1928) el valor en oro de las exportaciones se multiplicó por algo más de 32 veces y las importaciones por más de 23; el intercambio por 27. La capacidad de comprar, determinada por las exportaciones, crecía al 6% anual promedio, pero en los hechos no ha habido nada que se parezca a la vigencia de esa tasa uniforme. Con sólo dividir el período de dos mitades de 6 lustros cada una se ve que en la primera mitad la cifra del quinquenio inicial se multiplicó por 4,14 (pasando de 138,5 a 573,6) y en la segunda se multiplicó por 7,76 (pasando de 573.6 a 4553 millones); en la primera parte la tasa anual de crecimiento estaría cerca del 5%, en la segunda cerca del 7%.
Cuando el país apenas tenía siete millones de habitantes ocupábamos el 7º ó el 8º puesto en el mundo entero por el volumen de nuestro comercio exterior, sobrepasando aun a grandes potencias como Italia o Japón, y a países que hoy se tienen como prototipo de naciones ricas y prósperas como Canadá y Australia, Bélgica, Suecia o Suiza.
En el período 1870-1913, la tasa de crecimiento compuesto media anual del volumen exportado fue del 5,2 por ciento, nivel superior a cualquiera de los países europeos, de los Estados Unidos y de Australia y Canadá en el período mencionado (Bélgica 4,2%; Alemania 4,1%; Australia 4,8%; Canadá 4,1%; Estados Unidos 4,9%[3].
3. El crecimiento
Entre 1870 y 1913, el crecimiento del PBI per capita argentino fue de 2,5% (tasa de crecimiento compuesta, media anual). Al nivel alcanzado por la Argentina, le seguían Canadá (2,2%), Estados Unidos (1,8%), México (1,7%) y Australia (0,9%). Según los datos elaborados por Maddison en 1995, la Argentina fue en esa época el país cuyo PBI real creció más rápido que en el resto del mundo incluyendo, naturalmente, a los demás países de América latina.
Los datos de Maddison muestran también una Argentina que después de alcanzar un PBI per capita (en dólares internacionales de 1990) de 1.311, en 1870, había logrado ascender a un total de 3.797, en 1913, nivel que superaba a los siete países más importantes de América latina (incluyendo a Brasil, Chile, Colombia, México, etc.) y a varios países de Europa Occidental (Francia, Italia, España, Austria, por ejemplo).
Para 1910, en el centenario del primer gobierno patrio, Argentina era uno de los principales países del mundo. Constituía uno de los mayores exportadores de granos y carne. El PIB del país equivalía a 50% del PIB de todos los países hispanoamericanos, ocupaba el décimo lugar entre las economías del mundo y su comercio representaba 7% del total internacional. Las zonas cultivadas con trigo, que en 1872 cubrían 72.000 hectáreas, llegaron a 6.918.000 hectáreas en 1912. Las exportaciones de cereales, que en 1885 habían totalizado 389.000 toneladas, alcanzaron 5.294.000 en 1914. Además, en contraposición al período colonial previo, se registró un marcado descenso del analfabetismo, en una nación reconocida por su carácter abierto a la cultura universal.
3. Expansión de la población
La tasa de crecimiento de la población argentina, entre 1870 y 1913, fue de 3,4 por ciento. En orden decreciente le seguían: Nueva Zelanda con 3,2%, Australia con 2,6%, Brasil con 2,15% y Estados Unidos con 2,1 por ciento.
Pocas veces se relacionan –como debería hacérselo- las cifras de inmigración, con las virtudes del país receptor: el respeto por las garantías individuales y el derecho de propiedad; el ambiente de libertad y tolerancia; las perspectivas de progreso que ofrece; su crecimiento (no el que dicen ex post estadísticas dibujadas al estilo soviético o castrista, sino el que realmente viven los inmigrantes).
En 1914, del total de la población 70%, eran argentinos y 30% extranjeros (principalmente italianos y españoles).
4. Las inversiones extranjeras
Además de acoger generosamente a "todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino" (preámbulo de la Constitución), nuestro país atrajo numerosas inversiones de capital externo. Según los datos utilizados por A. M. Taylor, “la Argentina figuraba en el primer puesto, en materia de recepción de inversiones extranjeras por unidad del PBI, en América latina y Asia, en 1900, con un valor de 4,15 por ciento, seguida por Uruguay (3,14%) y por Brasil (2,55%)[4].
En general, las principales contribuciones de capital extranjero provenían esencialmente de Gran Bretaña, aunque Francia y Alemania también efectuaban destacables aportes.
El desarrollo de la industria
Uno de los mitos difundidos por la literatura nacionalista, es que Argentina era una "colonia próspera", en que el esquema "agroimportador" había castrado el desarrollo industrial. Eso es radicalmente falso: en 1895, según los datos disponibles, había en el país 24.831 establecimientos industriales; en 1913 el número llegaba a 48.779. Entre los sectores más importantes, en 1895, figuraban: indumentaria y tocados (25,43% del número total); alimentos (27,63%); construcción (16,95%) y metalurgia (13,69%). En 1913, se pueden observar claros cambios en el orden de importancia de las distintas actividades industriales. Los alimentos pasan a ocupar el primer lugar (38,91%), seguidos de la construcción (17,59%) y de la producción de indumentarias (14,52%). Las llamadas actividades industriales y de artesanía representaban, sobre el total de los sectores productivos del país, en 1895 el 14,9% y en 1914 el 16,7 por ciento.
Concluida la primera guerra mundial, el crecimiento se reanudó. Entre 1919 y 1929 el PBI de la Argentina creció al 3,61% anual, superando considerablemente a Canadá (2,65%), Estados Unidos (2,16%) y Australia (1,64%). También el aumento del PBI per cápita argentino fue el más alto de los cuatro países, promediando el 1,75% anual. Era la edad de oro de la economía argentina, alcanzando nada menos que el sexto puesto del PIB mundial en 1928[4]. La crisis de 1929 forzó el cierre de la economía argentina, y comenzó el intervencionismo estatal, siguiendo Argentina lo que era entonces una tendencia mundial. Desde 1946 sufrimos una altísima inflación, y un estancamiento como tendencia general. A pesar de ello, en 1964 todavía nos hallábamos dentro del mismo grupo de países de desarrollo intermedio que Austria, España, Finlandia, Irlanda, Israel, Italia y Japón, y en un escalón superior al de Corea y Formosa (Taiwán)[5]। Todos ellos nos superan actualmente con creces, y de proseguir nuestra decadencia, en algunas décadas seremos más pobres que la India, que China y otras naciones cuyo pauperismo nos llenaba de conmiseración.
[1] PINEDO, Federico, La Argentina en un cono de sombra, (Buenos Aires, 1968).[2] DAVID, Eduard, Sozialismus und Landwirtschaft, (Berlin, 1903),
[2] Maddison, Angus, The World Economy, (New York, 1995).
[3] Taylor, Alan M., Latin America and Foreign Capital in the Twentieth Century: Economics, Politics and Institutional Changes, (California, 1999). Pág. 107-156.
[4] GERCHUNOFF, Los prósperos años de Alvear, (Argentina, 1985), Pág. 78 y ss.
[5] Samuelson, "Curso de Economía Moderna", decimosexta edición, cuarta reimpresión, 1971, edición española, capítulo 36, pág. 874, adaptado de Eugene Staley, The future of undeveloped countries, Harper, Nueva York, puesto al día en 1964.
lunes, 27 de octubre de 2008
domingo, 26 de octubre de 2008
Las crisis de toda índole con frecuencia alimentan tendencias individuales y sociales que las agravan, y profundizan las causas que las provocaron. En Argentina, la gran crisis de fines del año 2001 y del año 2002 puso a prueba las creencias colectivas, fomentó las tendencias disgregatorias y anárquicas, y posibilitó la toma del poder por políticos que, por propia convicción, o creyendo interpretar la opinión pública y el humor social, dedicaron sus afanes a denostar no sólo lo malo que se había hecho en la década del 90 y hasta el año 2001, sino también lo bueno.
Muchos de ellos fueron partícipes activos y entusiastas sostenedores de lo que luego repudiaron, pero no quiero cargar las tintas en ese aspecto. La gente tiene derecho a cambiar de opinión; lo lamentable, es que se equivoque tan gravemente .
Los cambios ideológicos han sido tan pronunciados, que nuevamente tienen prestigio las experiencias colectivistas. Parece que los penosos fracasos de la fenecida Unión Soviética y sus ex países satélites; que la caída del muro de Berlín; que la miseria de Cuba, Corea del Norte y los socialismos tribales africanos en contraste con el notorio éxito de Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong al pasar en una generación de la pobreza más extrema a un respetable nivel de ingreso per cápita siguiendo reglas de juego capitalistas, no han enseñado a muchos que el progreso de la economía depende, fundamentalmente, de la inicia¬tiva privada y de sus motivaciones para trabajar, emprender, ahorrar e invertir.
En Argentina, la opinión pública –en gran medida, las encuestas que reflejan muestras de opinión de las clases medias urbanas porteñas- pasó de ser defensora de la estabilidad monetaria que llevaba consigo la convertibilidad, a opositora emocional, por simbolizar el demonizado “menemismo” (aunque la Alianza había pro-piciado la subsistencia de la moneda convertible, en la ya olvidada “Carta a los argentinos”). A tal punto prevaleció la ideología –propia o alimentada- sobre la racional preocupación por los propios intereses, que se consideró normal el inusitado empobrecimiento causado por la devaluación del peso convertible, y una patológica ficción el relativo bienestar que alcanzó a gran parte de la población durante largos años. No es que todo estuviera muy bien en esa época –ni desde el punto de vista económico, ni ético, ni institucional- pero lo que no puede decirse de la década del 90 es que se fomentase la resignación frente a la pobreza, o se pretendiese implantar un pensamiento único, ni que se confundiera intolerancia con virtud ética.
La recesión actual de la economía norteamericana –y de las restantes economías del mundo desarrollado- en vez de suscitar un análisis racional de lo que se hizo mal en ese país y en el nuestro ha dado lugar, de parte de nuestras más altas autoridades, a arranques de soberbia y de indisimulable júbilo, pensando que "es el fin del capitalismo", o que demuestra lo acertado del rumbo aquí seguido. La escalada de la inflación, el incremento de la pobreza, el aumento del riesgo país, la dependencia fiscal de la recaudación de tributos inconstitucionales y que dependen en gran medida del precio de los "commodities" parece no preocuparlos. Olvidando que el capitalismo –adopto esa denominación, que popularizó Marx, por razones de comodidad del lenguaje, no porque sea adecuada - ha sobrellevado conmociones más graves, la opinión económicamente ignorante –constituida muchas veces por lectores cultos o semicultos de periódicos de difusión masiva y de literatura no económica- que, por lo joven o desconocedora de la economía y de la historia económica piensa que es una crisis terminal, no sabe que desde Marx se formulaban esas siniestras profecías, en ocasión de cada una de las crisis. Las recesiones y aún las depresiones son propias de las economías dinámicas; en las cavernas no había crisis monetarias, ni especulación con títulos valores, ni caída del valor de los títulos de hipotecas "sub-prime", ni derrumbe de los mercados, pero tampoco había progreso económico .
Tampoco se piensa que el inevitable ajuste que tendrá lugar en la economía norteamericana y en las restantes economías desarrolladas se traducirá en una caída de los precios de los "commodities", y afectará directa o indirectamente a toda la economía mundial, pero fundamentalmente a las naciones menos desarrolladas o subdesarrolladas; no se repara que los problemas de las principales economías del mundo no deberían ser materia de regocijo sino de preocupación; preocupación, no ya por solidaridad, sino inclusive por razones estrictamente egoístas. Desear que le vaya mal a aquél de cuya suerte en gran medida dependemos es una actitud resentida y miope.
Las ideas erróneas –lamentablemente más difundidas en nuestro país que en otros- llevan inexorablemente al estancamiento económico, a la regresión social y al atraso cultural. Aunque no se pretenda reeditar experiencias socialistas, se ha tornado un lugar común creer que en la década del 90 el estado estuvo “ausente”; que tuvimos un Estado “desertor”. Una lectura periódica del boletín oficial, una comparación de los Anales de Legislación Argentina (un solo tomo hasta 1943, varios cientos hasta el presente), o un análisis de la evolución del gasto público desde 1991 hasta 2001 ponen de manifiesto lo contrario. Pero más grave que el error sobre la historia, son las consecuencias que se extraen de esa premisa falsa: como en la década maldita tuvimos demasiado poco Estado, ahora debe tener un rol activo, vigilante, siempre presente; es decir, se considera buena la discrecionalidad, a cargo de burócratas supuestamente bienintencionados y omniscientes. La seguridad jurídica no preocupa a los déspotas que pretenden ser ilustrados, y se minusvalora la importancia de generar un clima favorable a las inversiones reduciendo la incertidumbre , olvidando o desconociendo que las inversiones en equipos de producción durables, cuantitativamente más importantes y cualitativamente más adelantadas desde el punto de vista tecnológico, son –junto con la inversión en capital humano, es decir en educación- las únicas vías para el crecimiento económico y, a la larga, el progreso social.
Situándonos al margen de lo económico, la adiposidad del Estado –no sólo como porcentaje del producto bruto, que muchas veces se reduce en las crisis devaluatorias, sino por el establecimiento y ampliación de una maraña de regulacio-nes- termina conspirando contra las libertades individuales. Cuando la subsistencia de gran parte de la población depende del Estado, vía subsidios, planes sociales, empleo público, jubilaciones y pensiones, su costo debe ser pagado por los contribuyentes. Y esa mayor presión fiscal significa no sólo desaliento a la inversión, sino poner en manos de los gobernantes de turno una herramienta formidable para la extorsión, para acallar las críticas empresarias o de medios de prensa, para sufragar las propias campañas electorales, para acabar con las autonomías provinciales. Los conceptos de Hayek en "The road to serfdom" pueden volverse una ominosa realidad.