sábado, 15 de marzo de 2014

LA INFLACIÓN

                        Ningún país ha experimentado una tasa de crecimiento de los precios más persistente, continua y elevada, que Argentina desde la década del 40. Desde 1975 y hasta 1991, la inflación fue crónicamente superior a los tres dígitos, con años de hiperinflación.
                        Desde1970, en que se cambió nuestro signo monetario por el decreto ley 18.188, suprimiéndose dos ceros, se sucedieron el peso argentino en 1983 (se suprimieron cuatro ceros), el austral en 1985 (se suprimieron tres ceros), el peso convertible en 1991 (se sacaron cuatro ceros), y el actual peso no convertible. Un peso actual equivale a 10 billones de pesos moneda nacional.
                        Pese a que la inflación ha acompañado a nuestra decadencia y a nuestro retroceso relativo frente a otras naciones, hay voces que proclaman que un "poco" de inflación no es negativo, lo que es una muestra preocupante de la falta de cultura económica e histórica de nuestros dirigentes.
                        Desde enero de 2002, los precios mayoristas ascendieron 6,45 veces medidos por el mentiroso índice del INDEC. Aunque fuera cierto (lo que significaría una inflación promedio del 16,8% anual en doce años; mucho mayor en los tres últimos), se trata de una desvalorización grave de nuestra moneda.  El poder ejecutivo puede intervenir el INDEC y puede disfrazar las estadísticas de inflación, pero no puede eliminarla mediante "úkases".
                        Ya han pasado tantos años de kirchnerismo,  que no es posible endilgar la responsabilidad a gobiernos anteriores, aunque la propaganda gubernamental ubique la causalidad en conspiraciones externas y grupos concentrados internos.
                        Así como la despreocupación por las consecuencias del cigarrillo es más probable que conduzca a la adicción, la subestimación de la inflación, en pasadas décadas, ha llevado a inflaciones galopantes.
                        La inflación genera un círculo vicioso perverso, en que el alza de precios provoca una puja distributiva –ningún sector quiere perder su participación en "la torta" (el ingreso total)- y esa puja distributiva, al ser convalidada con cantidades crecientes de moneda, genera más inflación, lo que provoca una nueva lucha por preservar los ingresos reales.
                        Cuando no existe esa "lucha", es porque determinados sectores fueron "derrotados" y se tuvo la habilidad de culpar de su situación a épocas y personas pretéritas. La devaluación del año 2002 "derrotó" a los acreedores, a los asalariados, a los sectores de menores ingresos.  No hubo mayor inflación por la enorme caída de la demanda,  y porque la reprogramación de los depósitos privó de capacidad adquisitiva inmediata a un importante sector de la población. Néstor Kirchner llegó al gobierno con una inflación en baja.  Pero ese no es un mérito: obviamente, si se reducen los ingresos reales de la mayoría de la población, la caída de la demanda abate la inflación, si los factores alcistas de los costos –los salarios, las tarifas y el tipo de cambio- no aumentan. Pero ese colosal cambio de precios e ingresos relativos tiene los mismos efectos regresivos en la distribución del ingreso, que la inflación.       
                        Como es probable –y deseo que sea así- que algunos de los lectores de este artículo sean de corta edad, y no hayan vivido o no recuerden las inflaciones galopantes e hiperinflación que signaron la vida económica de nuestro país, es necesario insistir en algunos conceptos elementales.
                        La inflación es –entre otras cosas- un impuesto a las tenencias de dinero[1], y además, un impuesto regresivo, pues los sectores de menores ingresos son quienes mantienen una proporción más grande de aquéllos en dinero, y no tienen acceso a activos financieros que devenguen intereses compensatorios, en todo o en parte, de la inflación, o que se actualicen total o parcialmente.. Su única "defensa" contra la inflación es comprar todo lo que puedan, apenas cobren sus sueldos.
                        Como impuesto que es, la población tiende a eludirlo, reduciendo su demanda de dinero y con ello, el valor real de sus tenencias en efectivo. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el circulante más los depósitos en cuenta corriente significaban 120 días del PBI argentino, y al comienzo del plan austral –en Junio de 1985- sólo tenían saldos en efectivo para menos de diez días[2]. En 1945 los depósitos bancarios representaban un 35 % del PBI, y los billetes y monedas en circulación, un 12,5 %. El M2 ascendía a un 47,5 % del producto bruto interno, contra las despreciables proporciones actuales[3].
                        Salvo en las primeras etapas de la inflación –cuando la población no está acostumbrada a cubrirse de ella, es decir, cuando la gente todavía sufre la “ilusión monetaria” –que un peso equivale siempre a un peso; y que lo importante son los salarios nominales, no los reales- la reducción de la demanda de dinero significa que cada vez hay menos saldos en efectivo en poder del público. Esa situación  tiene efectos recesivos sobre la economía, por lo que las políticas que pretenden activar la demanda global –y con ella la producción agregada- mediante la emisión monetaria no logran ese objetivo. Cuando hay expectativas inflacionarias, la carrera entre la oferta agregada nominal de moneda y los precios, siempre es ganada por éstos, razón por la cual la cantidad real de moneda es cada vez menor.
                        Los efectos destructivos de la inflación, no sólo de la economía, sino de todo el tejido social, son innumerables. Para los de corta edad, de corta memoria, o que nos los conocen, lo recuerdo someramente:
                        * En primer lugar, es evidente que la inflación no crea recursos. Si como consecuencia de ella, algunos salen ganando, es porque otros pierden. Al disminuir el poder adquisitivo de quienes tienen ingresos que no incrementan su monto nominal en forma inmediata y paralela al alza de los precios, y suponiendo, para la economía global, un ingreso real constante, la disminución de los ingresos reales de algunos supone el incremento de los ingresos de otros. Es decir, que en principio perjudica a los asalariados, a los desocupados, a los cuentapropistas, a los profesionales, y beneficia a los que incrementan sus ingresos más que sus costos.
                        * En segundo término, perjudica a los acreedores en moneda nacional, y más aún si –como en Argentina- se les prohíbe indexar sus acreencias. Nuestro sistema legal reconoce parcialmente la libertad para incrementar los precios (por mayor demanda, por mayores costos, o por lo que fuere), pero no permite a los afectados reflejar pasivamente, a través de índices de ajuste, esos incrementos que han sufrido.
                        Los acreedores en moneda nacional son comparativamente más "débiles" que sus deudores, pues el sistema jurídico no los protege. Los acreedores de indemnizaciones, los asalariados, los jubilados, entre muchos otros, son víctimas de la desvalorización de la moneda.
                        Ese sesgo en contra de los acreedores, y en especial los acreedores en moneda nacional, redistribuye el ingreso en contra de los más pobres. Una de las tragedias de nuestro país es que gran parte de los sectores que siempre se consideraron progresistas, y abogados de los más necesitados, hayan propiciados políticas económicas que, al producir inflación, son empobrecedoras de los más pobres. Y no es que lo hagan por innata maldad, sino por supina ignorancia.
                        * Alienta el incumplimiento de las obligaciones en moneda nacional, pues la inflación, más las normas legales que vedan la indexación, favorecen al moroso. Litigar se torna económicamente "rentable" en vez de pagar, atiborrándose artificialmente los tribunales de pleitos.
                        * Los beneficios y perjuicios simultáneos ocasionados por la inflación, envenenan las relaciones sociales, fomentan el resentimiento, y acentúan las contradicciones de clases. Desatado el potro de la inflación, los niveles absolutos y relativos de ingresos dependen, en gran medida, de las presiones sectoriales para que se permita aumentar los precios –en los sectores con precios controlados- o de la "capacidad de movilización" de los gremios. Esa situación alienta la discordia en las relaciones laborales, reduce la productividad de la economía, fomenta las actitudes destructivas[4] y la violencia inclusive en las relaciones extraeconómicas. La hiperinflación alemana de 1923, que empobreció a la mayoría y enriqueció a unos pocos, alimentó a la vez a la bestia del nazismo.
                        * Disminuye, y en los casos extremos elimina por completo, los incentivos para el ahorro y la inversión productiva.  Gran parte de la población que dispone de ahorros, los vuelca a la compra de bienes de consumo durables, o de viviendas. La construcción y adquisición de viviendas en "countries" o departamentos de lujo –alternativa racional frente al despojo, y que no pretendo criticar- aunque en las estadísticas macroeconómicas figure como "inversión", difícilmente aumente la productividad de la economía.
                        Al aumentar la imprevisibilidad, incrementa las tasas de interés de largo plazo, reduciendo la financiación para la inversión. Ante tasas de inflación de dos dígitos, no se puede contemplar un horizonte temporal dilatado para las  inversiones, y los préstamos de largo plazo en moneda nacional se vuelven imposibles, a menos que se prevea un sistema de indexación.
                        Una tasa de inflación del 4% mensual –que ya hemos tenido en enero y febrero de 2014- significa un 60,10% anual y multiplicar los precios  110 veces en diez años. Con esos guarismos, resulta imposible el uso de la moneda nacional como reserva de valor y unidad de cuenta –salvo para las transacciones del momento- por lo que alienta el empleo de otras monedas, que es justamente lo que las políticas económicas "nacionalistas" quieren desalentar.     
                        * Distorsiona los precios relativos, exacerbando la conflictividad social. En una economía con estabilidad de precios, los valores de cambio relativos de los bienes varían, en función de las variaciones de los costos de producirlos –y consecuentemente de su oferta- y de los cambios en la demanda. Pero la inflación –y sobre todo, cuando su tasa es elevada- determina que los cambios en los precios relativos –y consecuentemente, de los ingresos relativos- sean más marcados: los que aumentan sus ingresos nominales al ritmo de la inflación, simplemente mantienen su ingreso real; quienes los aumentan menos, ven reducida la capacidad adquisitiva de sus salarios, jubilaciones, alquileres, rentas u honorarios; quienes no saben, o por razones fácticas o contractuales no pueden aumentan su retribución nominal, ven reducidos sus salarios e ingresos reales.
                        John Maynard Keynes, en su obra "A tract on monetary reform" describió acertadamente  la inflación como una forma de tributación. Al significar un impuesto sobre las tenencias de dinero, se corrompe el funcionamiento del sistema democrático, pues el Estado obtiene recursos de los más pobres o desprotegidos, por una vía ajena a la Constitución. Además, como todo tributo, quienes lo sufren procuran que respecto de ellos no se verifique el hecho imponible[5] y esa menor demanda lleva –como lo expresé antes- a una reducción de la cantidad real de dinero. La menor cantidad de dinero, significa que el Estado necesitará cada vez más inflación, para recaudar la misma cantidad de "impuesto inflacionario". Si las autoridades pretenden obtener iguales valores que antes, la tasa de inflación deberá aumentar, lo que a la vez estimulará al público a reducir sus tenencias de dinero. Esa dinámica puede conducir a la hiperinflación: una espiral viciosa en que la emisión provoca inflación, la inflación causa la reducción de la demanda de dinero, la reducción de la demanda de dinero disminuye su cantidad real; la recesión provocada por esa circunstancia, motiva al gobierno a emitir más dinero, y así sucesivamente, en un proceso en que la inflación tiende a niveles progresivamente más grandes.
                        Para colmo, esa reducida demanda, y correlativamente escasa cantidad real de dinero, hace que igual déficit fiscal que en países desarrollados o con mayores niveles de monetización (proporción M/PBN), tenga efectos más inflacionarios. Por ejemplo, si la cantidad de dinero es el 10% del producto bruto, un déficit fiscal del 4% que se cubra exclusivamente con emisión monetaria, supone aumentar la base monetaria el 40%. Si la inflación disminuye la demanda de dinero, y su cantidad real se reduce, por ejemplo, al 5% del producto bruto, el mismo déficit fiscal, en términos de porcentaje frente al producto bruto, significa aumentar la base monetaria un 80%.
                        Suponiendo –lo que no es una hipótesis aventurada en situaciones de alta inflación- relaciones de causalidad recíprocas, el epílogo es la hiperinflación: más oferta monetaria y menor demanda de moneda, aparejan mayor inflación; mayor inflación, reduce la demanda de moneda, y con ello, su cantidad real; en esa situación, los déficits fiscales financiados con emisión de dinero tienen efectos más inflacionarios, pues entrañan un aumento porcentualmente mayor de los agregados monetarios, lo que genera más inflación y menor cantidad real de dinero, y así sucesivamente.
                        Se suelen distinguir dos tipos de inflación. Ambas son destructivas, y en sus últimas etapas resultan indistinguibles: la inflación de demanda, y la inflación de costos. Sea cual fuere su impulso inicial, ninguna puede perpetuarse en el tiempo, sin un permanente incremento de la cantidad de moneda.
                        Inflación de demanda
                        En la primera, la causa inicial es el incremento de la oferta monetaria. Así como una superproducción de trigo o de azúcar produce la caída de su precio, la superproducción de moneda provoca su desvalorización. Todo precio es una relación de cambio; como una de las funciones del dinero es ser un medio de intercambio, la reducción de su valor de cambio es el exacto correlato del incremento de los precios.
                        Cuando la gente dispone de más dinero para gastar, y dado que la oferta de bienes sólo puede ser incrementada, en el corto plazo, en pequeña medida (un 10% de incremento del producto bruto es considerado un logro ponderable), frente a aumentos mucho mayores de la oferta monetaria, la consecuencia inevitable, salvo que la demanda de dinero aumente –o lo que es igual, que su velocidad de circulación disminuya- es el alza de los precios.
                        Los modelos macroeconómicos convencionales –sobre todo los neokeynesianos o neoclásicos, muy frecuentes en los manuales de economía- suponen que la brecha entre demanda global –consumo, más inversiones, más gasto público, más saldo neto entre exportaciones e importaciones- y la oferta global, inducen a un alza generalizada de precios. Cuando la inflación proviene fundamentalmente del tirón de la demanda, probablemente el producto bruto se incremente, hasta el límite de la capacidad instalada de la economía. Mientras más cerrada y menos competitiva sea la economía, la mayor demanda se traducirá en mayores precios, pues los productores locales no deberán temer la competencia exterior.
                        Pero ese efecto no es duradero, y sólo subsiste en tanto dure la "ilusión monetaria", es decir, mientras el público piense que el incremento nominal de sus ingresos equivale a un aumento real, pese a que la oferta global de bienes no ha aumentado. En el mediano plazo, esa ilusión se desvanece: los asalariados, al ver erosionados sus ingresos reales por la inflación, demandan aumentos de salarios. Los locadores aumentan los alquileres en los nuevos contratos. Los ahorristas exigen mayores tasas de interés, para mantener sus depósitos en el sistema bancario, o lisa y llanamente los retiran; los prestamistas, bancarios o no, incluyen en la tasa de interés una "prima" que prevé la desvalorización futura de la moneda; al aumentar el costo de oportunidad de mantener en cartera dinero nacional, las personas compran activos que no se desvaloricen (divisas extranjeras, oro, o bienes), como forma de preservar sus ahorros.
                        Una vez pasados los primeros efectos de la emisión monetaria, –activadores de la demanda, y si hay capacidad ociosa, de la producción- si los precios ascienden en igual o mayor medida que la cantidad de dinero emitida, el "efecto riqueza" de los inicialmente mayores saldos monetarios se extingue por completo: en términos reales, la cantidad de dinero se mantiene idéntica –en el mejor de los casos, y si no disminuye la demanda de dinero- o se reduce (si la tasa de incremento de los precios es mayor que el aumento de la oferta monetaria).
                        Una reformulación de la ya conocida identidad cuantitativa lo aclara:
                        Si M.V.= P.Q[6], entonces
                        M = Q
                        P    V
                        M/P es la cantidad real de dinero, que es mayor mientras el cociente Q/V (cantidad real producida dividida en la velocidad de circulación) sea mayor. Dado que en el corto plazo los cambios en la oferta real (Q) son pequeños, la cantidad real de dinero es mayor, mientras menor sea la velocidad de circulación. Como la velocidad de circulación es inversa a la demanda de stocks de dinero, en definitiva la cantidad real de este (M/P= m), depende de esta última variable (la demanda de dinero).
                        La reducida demanda de dinero genera una pequeña cantidad real de dinero, y consecuentemente, de la demanda real de bienes, razón por la cual los efectos pretendidamente reactivantes de una política de expansión monetaria son de muy corto alcance, y perduran el escaso tiempo en que los precios no han aumentado en igual o mayor medida que la cantidad de moneda.
                        Inflación de costos
                        Cuando algunos precios –salarios, tipos de cambio, tarifas de los servicios públicos, impuestos indirectos- tienen una elevada incidencia dentro de la estructura general de costos de las empresas, los aumentos generalizados de aquéllos provocan un aumento en los precios de la economía.
                        Sea cual fuere el impulso inicial, los sectores que ven afectada su posición relativa como consecuencia del incremento de alguno de los precios –los salarios, las tarifas, el tipo de cambio, los impuestos- también aumentan sus propios precios. En el mejor de los casos, una vez finalizado el ciclo de aumentos, los precios relativos se han mantenido, pero para que todos se mantengan, es necesario que aumenten en idénticas proporciones. Supongamos que el impulso inicial provino de los salarios: si los precios aumentan en la misma proporción, los salarios reales se mantienen inmutables. Si subsiste el descontento con los niveles anteriores, se procurará un nuevo aumento, seguido de otras subas de precios.
                        Lo mismo puede decirse del tipo de cambio: transcurrido cierto tiempo, el gobierno no puede manipular su valor real; pero si persiste en el estéril propósito de mantenerlo elevado en términos reales, deberá adecuarlo permanentemente a la tasa de inflación.
                        Afirmar, como lo hace el gobierno, que se pueden simultáneamente aumentar los salarios reales, mantener el nivel real del tipo de cambio, y evitar la inflación, es la misma incongruencia que desear que en un combate ganen ambos contendientes.
                        Como mayores costos, sin un acrecentamiento igual de la demanda, significan menor oferta y menores ventas, ese aumento de precios se produciría una sola vez, sin que signifique un crecimiento persistente del nivel general de precios. Pero, dado que el incremento de costos y precios es recesivo si no va acompañado de una demanda que acompañe a ellos, el gobierno suele adoptar políticas de expansión de la oferta monetaria -y por ende de la demanda de bienes- procurando compensar total o parcialmente los efectos económica y socialmente negativos de aquéllos. Una vez convalidado el aumento de precios –por mayores costos- con una expansión de la demanda nominal, los precios prosiguen su aumento.
                        Si subsisten los factores subyacentes en la economía real que determinaron el aumento inicial, el nuevo nivel de oferta monetaria nominal –y consiguiente demanda de bienes- constituye un nuevo escalón, para ulteriores aumentos de precios, en los que los mayores costos generan la necesidad política de mayor emisión, y la mayor emisión ocasiona nuevos aumentos de precios.
                        La diferencia entre la "inflación de costos", y la "inflación de demanda", es que la primera no produce, ni siquiera temporalmente, ningún efecto activador de la economía. Antes bien, la política monetaria se reduce a convalidar los aumentos de precios; gráficamente se ha dicho que en vez de subir por el "tirón" de la demanda, ascienden por el "empuje" de los costos.
                        Pero, sea cual fuere la causa inicial, no puede haber una suba generalizada y constante de los precios, sin un acrecentamiento correlativo de la cantidad de dinero.
                        Ligado al enfoque "inflación de costos", durante las décadas del 60 y 70, en Argentina y en otros países de Latinoamérica (Brasil, Uruguay y Chile) estuvo en boga el enfoque "estructuralista" –que en esa época se contraponía con el "monetarismo"- de la inflación. Desde sus versiones más extremas –que no asignaban ninguna importancia al fenómeno monetario- hasta las más moderadas –que sólo reconocían a la expansión monetaria el carácter de agente de propagación de presiones inflacionarias ocasionadas por factores no monetarios-[7] coincidían en identificar como "monetaristas" a todas las posiciones que consideraban ortodoxas, incluyendo en éstas a las variantes más moderadas del keynesianismo.
                        Las posturas más radicalizadas carecían de sustento, a poco que se analicen las causas del ascenso de los precios. Partiendo de la identidad cuantitativa –cuyo carácter tautológico impide su cuestionamiento- no puede haber aumentos permanentes del nivel de precios, sin una expansión de la cantidad de moneda:
                        M.V = P.Q
                         Si no se incrementan ni M (cantidad de moneda) ni V (velocidad de circulación)[8], a toda suba de los precios P, corresponderá un descenso de la cantidad ofertada Q.
                        La velocidad de circulación puede aumentar, o lo que es igual, la demanda de dinero disminuir –de hecho, es lo que ha ocurrido desde 1945, y con picos que coinciden con las hiperinflaciones- mas esa reducción tiene sus límites, pues siempre será necesario contar con dinero para las transacciones, y un alza de algunos costos no tiene por qué alterar los elementos monetarios (cantidad de dinero M y velocidad de circulación V) de la ecuación. En tal sentido, la inflación por el empuje de los costos no puede persistir, si no es acompañado por la emisión monetaria (aunque no tenga la misma proporción).
                        Pero el alza de los costos, al reducir la producción, engendra presiones políticas y sectoriales para que el gobierno convalide, con emisión monetaria, la crecida de los precios. Esa secuencia fue la constante en los últimos sesenta años, en nuestro país.
                        La diferencia entre las concepciones de la inflación como "de costos" y "de demanda", se proyecta a la política: cuando se atribuye la inflación al aumento de algunos precios –sean los salarios, las tarifas, o el tipo de cambio; o más recientemente, al alza de los combustibles, o de los precios de los artículos de primera necesidad, atribuyéndolos a conspiraciones monopólicas- el poder público tiende a autoexculparse, o conseguir que lo exculpen vastos sectores de la comunidad. Su paso siguiente son los controles de precios, que además de conformar un avance inconstitucional sobre las garantías individuales[9] han fracasado invariablemente a lo largo de los siglos, pues, lejos de actuar sobre la causa del aumento de los precios –demanda comparativamente alta, frente a una oferta relativamente rígida- acentúan las causas de ese aumento, provocando aumentos de la cantidad demandada, y reducciones de la cantidad ofrecida de bienes.
                        Lo que no advierten los simplistas es que el eventual poder monopólico de grupos empresarios, si bien puede conducir a niveles elevados de precios, no es causa de la inflación. La inflación no es un problema de niveles absolutos de precios[10], sino de tasas de incremento[11], y de cambios de precios e ingresos relativos, más pronunciados mientras mayor sea aquélla.




[1] Valeriano García-Alvaro Saieh, "Dinero, precios y política monetaria", págs. 324-325
[2] De Pablo, "Macroeconomía", pág. 699.
[3] Carlos Brignone "Los destructores de la economía”, Ed. Depalma, 1980, págs. 40-50,
[5] Un arancel aduanero reduce las importaciones; los impuestos a las ventas –como el IVA- reducen las ventas, et caeteris.
[6] M es la cantidad de dinero; V, su velocidad de circulación; P, el nivel general de precios; y Q, la oferta real de bienes.
[7] Julio G.H. Olivera, citado por Valeriano García, "Dinero, Precios y Política Monetaria", Ediciones Macchi, 1985, pág. 322.
[8] Que es inversa a la demanda de dinero.
[9] La primera, es la garantía de la propiedad, aunque tradicionalmente los tribunales los hayan convalidado. Pero además, el efecto de los controles de precios sobre el equilibrio de poderes no suele ser destacado: el control queda en manos de dependencias del Poder Ejecutivo y las sanciones son aplicadas por organismos subordinados a aquél. Aunque se reconozca el derecho a apelar ante los tribunales, la tacha de inconstitucionalidad no se salva. Si el Poder Ejecutivo "en ningún caso" puede ejercer funciones judiciales, la circunstancia de que los afectados puedan recurrir las decisiones ante el Poder Judicial no empece a la invalidez, desde el punto de vista de nuestra Ley Fundamental, de atribuirle esas funciones, no sólo porque los jueces con frecuencia han retaceado sus facultades de control, excluyendo las cuestiones que denominan "de oportunidad, mérito o conveniencia", o expresando que los jueces no pueden conocer de las cuestiones que no hayan sido planteadas en sede administrativa, convirtiendo, así, a los organismos burocráticos en jueces de primera instancia.
[10] Juan Carlos de Pablo, obra citada, pág. 713.
[11] Un gigantón de 2 metros, no es probable que crezca después de los veinte años; el hecho de que su nivel absoluto de altura se elevado, no significa que su crecimiento –tasa de incremento- sea positivo. Un niño de doce años, crecerá más que el gigante adulto, aunque el valor absoluto de su altura sea reducido

DÓLAR ALTO, SALARIOS BAJOS. TIPO DE CAMBIO ELEVADO, DEVALUACIÓN Y POBREZA

La reciente devaluación y la defensa por el gobierno y gran parte de la oposición de un tipo de cambio "competitivo" -es decir, un dólar alto- reactualiza lo que escribí hace algún tiempo, y reproduzco.
http://juliomvrouges.blogspot.com.ar/2009/09/el-argumento-menos-presentable-y-por.html

LA REDISTRIBUCIÓN DEL INGRESO (26-11-2016)

LA REDISTRIBUCIÓN DEL INGRESO

Este post es la reedición de uno anterior (que ya no veo en la red), corregido ligeramente, en las estadísticas y en la presentación. También he agregado algunos matices, que no desvirtúan la idea central: cifrar la mejoría de las condiciones de vida de la mayor parte de la población en la redistribución del ingreso es engañarse, habitualmente con buena fe pero escasa información. Pretendo que los destinatarios de estas líneas sean quienes tienen un pensamiento opuesto al mío, y que siguen lo que es una opinión inmeditada pero generalizada, aceptada por casi todas las corrientes políticas en Argentina: la redistribución de ingresos es una de esas frases que fácilmente coloca a su emisor en la vereda del "bien", y a sus impugnantes, en la del "mal". Quien ose controvertir ese erróneo consenso acerca de la pretendida necesidad de redistribuirlo como una vía para el mejoramiento del nivel económico de la mayoría de la población,  no puede ser sino un malvado indiferente a las penurias de los más pobres, sospechado de "neoliberal", lo que al parecer es peor aún que la maldad o la indiferencia, porque significa la suma incorrección política y el pecado social. Pese a que lo evidente es que el bienestar en los países más ricos no se debe fundamentalmente a una distribución más igualitaria del ingreso, sino a mayores ingresos, se sigue insistiendo en un esquema de "suma cero": la forma de mejorar a los pobres, sería quitar mucho a los comparativamente ricos.

No es que sea indiferente a las penurias de los más pobres. Todas las noches, al salir de mi oficina, siento un desgarro al ver a niños cartoneros, arrastrando precarios carritos cargados de desperdicios y material reciclable (su número ha aumentado en la "década ganada"). Pero el dolor no debe nublar nuestra capacidad de análisis, ni llevarnos a propugnar políticas que no resuelven los problemas, sino en todo caso calman la conciencia de quienes creen que las soluciones surgen mágicamente de una difusa preocupación, en que no se pone una cabeza fría al servicio de un corazón caliente.

Mi rechazo a la redistribución del ingreso como supuesta panacea obedece a la convicción de que no es un medio idóneo para la mejora permanente del nivel económico de la generalidad del pueblo, y que por el contrario, en el vano intento de hacerlo se sacrifican las garantías individuales y el derecho de propiedad, acentuándose, para colmo la pobreza que se quiere combatir.

Lo anterior no significa que las organizaciones privadas o el Estado se desentiendan de las situaciones de miseria y marginalidad extremas, o de los que, sin culpa, no pueden acceder a niveles mínimos de alimentación o salud. Pero discrepo con la redistribución generalizada de ingresos como solución para la pobreza.

La distribución del ingreso es desigual, pero expresar una realidad nada dice sobre la idoneidad de las medidas para modificarla. Si el termómetro indica que un paciente tiene fiebre, eso no significa que la medida adecuada para reducirla sea introducirlo en una cámara frigorífica. Más allá del corto plazo –en el que quitar a Juan para dar a Pedro alivia pasajeramente la situación de Pedro- la única solución para todos es el crecimiento de la economía. Este por lo general, es inicialmente desequilibrado, porque hay sectores, actividades o regiones de mayor productividad o cuyos bienes o servicios tienen más demanda, que crecen, y otros permanecen relativamente estancados. Cuando un país ofrece oportunidades, es altamente probable que atraiga inmigrantes –provenientes de países o zonas con menores ingresos medios- y esa afluencia de personas relativamente más pobres aumente la desigualdad en la distribución, sin que esa circunstancia sea repudiable desde el punto de vista ético o económico. Argentina en su época de vigoroso crecimiento fue un país de inmigración, y con seguridad más desigual que el territorio yermo y vacío que era en 1853. Pero, para quienes venían de países devastados por la miseria, las guerras o la persecución política, religiosa o racial (judíos que huían de los pogroms de la Rusia zarista, italianos y españoles que venían a "hacer la América", cuando sus respectivos países no les ofrecían posibilidades de progreso; sirios y libaneses con pasaportes turcos; armenios, franceses, galeses, irlandeses), era una tierra de promisión. Los inmigrantes no buscaban igualdad, sino oportunidades de progreso, y normalmente las personas, cuando la ideología, el odio y el resentimiento no desfigura su percepción, se alegran de sus mejoras individuales, de su familia y de sus allegados, aunque otros mejoren aún más.

En el extremo, una cárcel es probablemente el lugar donde el ingreso se distribuye en forma más pareja; las economías precapitalistas o socialistas son más igualitarias, pero en la miseria. Decididamente, la reducción de la desigualdad no mejora la situación de la mayoría de la población, si la economía como un todo no crece y si la sociedad no progresa. Salvo que se vea como virtud moral la igualación en la miseria –a costa de la supresión de libertades y de la propiedad- es evidente que igualar hacia abajo no mejora a los más pobres. Los socialismos que a lo largo del siglo 20 y en la primera década del siglo 21 han fracasado y continuarán fracasando, tienen probablemente una distribución más uniforme del ingreso (entre otras cosas, porque los realmente ricos, cuando el país les resulta inhabitable, procuran emigrar aun a costa de la pérdida de sus bienes locales o de sus ocupaciones).
La comparación entre el sudeste de Asia y África subsahariana es elocuente, pues hace pocas décadas eran similarmente pobres. Ni Corea del Sur, ni Singapur, ni Taiwán –ni recientemente China e India- han progresado económicamente en base a políticas en gran escala de redistribución, sino por el contrario, de acumulación. La pobreza se redujo, en un marco inequívocamente capitalista. No es que todo sea maravilloso en esos países. Particularmente China conserva los vicios del partido único –el partido comunista- así como el brutal cercenamiento de las libertades políticas y civiles, y ha cometido gravísimas violaciones a los derechos fundamentales de gran parte de sus habitantes. Pero aún con todas esas lacras, la situación económica y también las libertades no económicas de sus habitantes han mejorado respecto de la época del comunismo maoísta, que tanta admiración provocó en las décadas del 60 y 70 entre la juventud que ignoraba la dolorosa realidad que allí se vivía.

Según datos que obtuve del sitio web http://www.nationmaster.com/graph/eco_dis_of_fam_inc_gin_ind-distribution-family-income-gini-index, la desigualdad del ingreso –medida por el coeficiente de Gini- varía entre los distintos países, desde el más igualitario que según la tabla que allí puede consultarse sería Dinamarca (0,247), hasta el más desigual, que sería Namibia (0,707). Las diferencias de desigualdad de ingreso entre los países son de algo menos que tres veces (0,7007/0,247), muy inferiores a las diferencias en los valores absolutos del ingreso de aquéllos. En otras palabras, es mucho más lo que se puede hacer por el crecimiento, que por la igualdad.

El cuadro comparativo que reproduzco -suponiendo que las estadísticas sean fiables- evidencia que la mayor igualdad no es un indicador de prosperidad ni de bienestar. Uzbekistán (coeficiente de Gini 0,268) es más igualitario que Finlandia (0,269); en Albania –que no es un dechado de prosperidad, y cuyos pobres emigrantes se distribuyen por el resto de Europa- la renta se reparte o se repartía en forma más pareja que en Alemania (0,282 vs. 0,283). Ruanda (0,289) y Ucrania (0,290) presentan mayor igualdad en la distribución que Austria, esta última acompañada por Etiopía (0,3); Rumania y Mongolia (0,303) superan en igualdad a los Países Bajos (0,309). Bangladesh (0,318) y la India (0,325) son más parejos en ese aspecto que Francia (0,327), Canadá (0,331) y Suiza (0,331). Los yemenitas pueden sentirse felices, porque en su país el coeficiente de Gini (0,334) muestra una distribución más uniforme que Polonia (0,341); los habitantes de Egipto (0,344) deben estar muy contentos, pues gozan de mayor igualdad que España (0,347), Australia (0,352), Israel (0,355), Irlanda (0,359), Reino Unido (0,36), Italia (0,36) y Nueva Zelanda (0,36). Jordania (0,364), Nepal (0,367), Vietnam (0,37) y Laos (0,37) son países en los que impera mayor igualdad que en Jamaica (0,379), y ambos superan a Portugal (0,385) y a Estados Unidos (0,408). El lector de estas líneas que privilegie la igualdad por sobre otras consideraciones, puede optar por Uzbekistán, Albania, Ruanda, Etiopía, Rumania y Mongolia, Bangladesh y la India, en vez de emigrar a países más desiguales como Francia, Canadá, o Suiza (0,331). El menú contempla como variantes a Yemen o Egipto, sin duda preferibles a España, Australia, Israel, Irlanda, Reino Unido, Italia, Nueva Zelanda o Estados Unidos.

Las tendencias migratorias muestran, en cambio, que la igualdad atrae más desde el punto de vista ideológico que de las decisiones vitales. Llegado el momento de emigrar, la gente se guía por su ansia de progreso y libertad, no por el deseo de igualdad, y por algo las personas no hacen cola en las embajadas de los países socialistas.

La desigualdad es enfocada generalmente desde dos ángulos distintos: como causa autónoma de inmiseración –"mientras los ricos se hacen más ricos, los pobres son cada vez más pobres"- y como patología ética de una sociedad, con prescindencia del mejoramiento en las condiciones de vida. Inclusive los aumentos absolutos de la brecha –inevitables, pues a igualdad de incrementos porcentuales, los más ricos incrementan más su ingreso absoluto que los relativamente más pobres[1]- son presentados, equivocadamente, como signos de empeoramiento de la desigualdad. Se habla sin conocimiento de la redistribución del ingreso, como si fuera tarea fácil, y no afectara el ahorro, la inversión y los incentivos para el trabajo, la innovación y la creación de riquezas. Otras voces, más extremas, claman por la redistribución de los patrimonios (pues las diferencias de riqueza son más pronunciadas que las de ingresos, al no contabilizarse usualmente dentro de la riqueza el propio capital humano).
                       
El énfasis puesto en la redistribución de la riqueza –y no en su generación- desconoce u olvida que:

* La desigualdad no es una causa de aumento de la pobreza absoluta, y no es cierto que de la mayor riqueza de algunos derive la pobreza del resto.

* Los niveles de desigualdad dado un determinado nivel de ingresos no difieren tan marcadamente como los niveles de ingresos obtenibles mediante el crecimiento, siendo éstos en definitivo los que tienen mayor gravitación en la pobreza o en la riqueza.

* El crecimiento, a la vez, depende de los incentivos para ahorrar, invertir, trabajar, producir e innovar, todos los cuales se ven reducidos y hasta aplastados –según los alcances de la redistribución- por las políticas redistributivas.

* Las desigualdades de ingresos provienen de las desigualdades del capital humano y no humano. Redistribuir los altos ingresos de personas que viven de su trabajo, pero que han acumulado "capital humano" a través de su capacitación o condiciones naturales, a favor de otras personas, trabajadoras o no, de bajos ingresos reduce los incentivos para trabajar; y redistribuir los altos ingresos del capital provoca el éxodo de capitales, salvo en el corto plazo, para los activos físicos que no pueden ser sacados del país ni convertidos fácilmente en dinero. En el largo plazo, la desinversión se traducirá en un empeoramiento de las condiciones de vida de todo el mundo.

* Finalmente, aunque no es lo menos importante, la redistribución generalizada presupone un modelo constitucional de Estado altamente autoritario y no evitaría las injusticias, sino que provocaría otras.  

1. La desigualdad no es causa de la pobreza absoluta

Los países más pobres –casi todos los del África subsahariana, la mayor parte de los de Latinoamérica, o ciertas áreas de ellos- son los de de menor ingreso per cápita, y aunque comiencen a crecer, requerirán muchas décadas para alcanzar niveles de vida similares a los de los países o regiones de ingresos medios, para no hablar de los de altos ingresos. Dentro de nuestro país, el noroeste y el noreste tienen niveles de ingreso por persona o por familias –según la forma que se practique la medición- más cercanos a los del resto de América Latina, que las otras regiones de la Nación.

Supongamos que, en la situación actual, el ingreso promedio comenzara a crecer persistentemente, y los de ingresos superiores incrementaran sus ingresos más que los estratos inferiores. Evidentemente, mientras mejoren en términos absolutos los de niveles más bajos, aunque sea en proporciones inferiores a los sectores medios y de altos ingresos, no habría un empobrecimiento de aquéllos.

Esa situación se ha repetido a lo largo de la historia en muchos países. El crecimiento, por lo general, es inicialmente desequilibrado, porque hay sectores o regiones de mayor productividad o cuyos bienes o servicios tienen más demanda, que crecen, y otros permanecen relativamente estancados. Cuando un país ofrece oportunidades, es altamente probable que atraiga inmigrantes –provenientes de países o zonas con menores ingresos- y esa afluencia de personas relativamente más pobres aumente la desigualdad en la distribución, sin que esa circunstancia sea mala. ¿Qué ocurriría si los países desarrollados abrieran por completo sus fronteras hacia los flujos migratorios? Con seguridad, la afluencia masiva de inmigrantes tornaría más desparejas las rentas en los países receptores, lo que, visto desde la perspectiva de sus sectores sindicalizados o xenófobos, sería presentado como un mal, olvidando que simultáneamente se reduciría la desigualdad de los ingresos mundiales.            

2. La distribución del ingreso no es independiente de su generación

En términos generales, los ingresos constituyen la retribución de los factores de producción, y que son remunerados conforme con su productividad marginal, es decir, lo que contribuyen a incrementar la producción total. Dejamos de lado el sector público, en que los ingresos se asignan en forma política o al menos conforme a criterios discrecionales.

El ingreso no es una bolsa común, de la que se "apropian" algunos individuos o sectores, sino la contrapartida de la producción y venta de bienes o servicios. Si los que producen ven reducida su retribución y cercenadas sus posibilidades de ahorrar, disminuirán y en el extremo eliminarán la oferta de sus bienes o servicios, empobreciéndose así la colectividad.

 Las propuestas redistributivas suponen que, en gran medida, los ingresos más altos son rentas de factores específicos, que no tienen la alternativa de reducir su oferta; en otras palabras, que su oferta es inelástica. Eso es un craso error: pocos se resignan a ver reducidos sus ingresos y mantienen inalterables sus actitudes económicas. Los que puedan, venderán sus activos fijos y sacarán sus capitales del circuito económico. Los más grandes, poderosos y ricos, y aquellos cuyo capital humano –conocimientos, capacitación, laboriosidad, juventud,  inventiva o aptitud empresaria- sea demandado en otros países del mundo, emigrarán sus capitales o sus personas.

Otros no abandonarán su patria, pero se reducirá el ahorro, pues la redistribución supone privar de una parte considerable de sus ingresos a los sectores con mayor propensión al ahorro y a la inversión, entregárselos al Estado, que luego de sacar una jugosa tajada para su burocracia –conformada por individuos y familias que consumirán probablemente más que los expoliados, dado que sus ingresos son más seguros- distribuirá una parte de lo sacado a los sectores de mayores ingresos, y probablemente mayor productividad y mayores ahorros, entre personas de menores ingresos y mayor propensión marginal al consumo. Esos menores niveles de ahorro y de productividad se traducirán en menor inversión –es decir, menor creación neta de capital- y como tendencia general, en menores salarios.

La redistribución, si se realiza en gran escala, provoca éxodo de capitales. Esa salida aumenta el tipo de cambio real, que depende de la relación entre los precios de los bienes comercializables internacionalmente –que tienden a ser similares en todo el mundo- y los no comercializables internacionalmente, fundamentalmente los servicios que no tienen mercado fuera del país, entre ellos, los servicios productivos brindados por el trabajo. En otras palabras, la emigración de capitales reduce los salarios reales y los ingresos de quienes no producen para la exportación, o no tienen la posibilidad de ofrecer sus bienes y servicios en el exterior (la mayoría de la población).

Si no se entiende que las economías en las que los asalariados tienen mayores retribuciones son las que cuentan con mayor dotación de capital per capita y tecnología más avanzada, no se conoce nada del funcionamiento de los sistemas económicos. Ese desconocimiento produce trágicos errores y pobreza generalizada, aunque con las mejores intenciones se procuren los fines más elevados.

2. Los niveles de desigualdad dado un determinado nivel de ingreso promedio per capita no difieren tanto como los niveles de ingreso obtenibles mediante el crecimiento

A Vilfredo Pareto, economista y sociólogo del siglo XX (1848-1923), le llamó la atención que las desigualdades en la distribución del ingreso no diferían marcadamente en los distintos países, y concluyó que existía una tendencia a la constancia a lo largo del tiempo. Basándose en estadísticas –en esa época, no muy fiables- de distintos países, postuló la inoperancia de las políticas redistributivas, pues opinaba que ocasionan fuerzas que restauran la distribución primaria.

El Estado puede en alguna medida atenuar las desigualdades, pero el éxito posible de la actuación estatal es mucho más limitado de lo que se cree, porque la desigualdad responde no sólo a diferencias heredadas de patrimonio ni a disparidades actuales de ingresos, sino a distinciones individuales de educación, de capacitación, de aptitudes, de espíritu emprendedor y empresario, y también de suerte. Aunque se igualen provisoriamente los resultados emergentes de esas disimilitudes, las causas subyacentes de ellas subsistirán, y con el transcurso del tiempo se tenderá a regresar a situaciones de desigualdad.
Un análisis de los niveles de ingreso per capita de los distintos países del orbe, y su comparación con la desigualdad, patentiza que son mucho mayores las diferencias de los primeros que la segunda. Los países desarrollados son entre treinta y cuarenta veces más ricos que los países más pobres –y sus desigualdades se deben a la cantidad  significativa de personas muy ricas y a la afluencia de inmigrantes pobres- pero no hay países que sean cuarenta veces más igualitarios.

Según Samuelson-Nordhauss[2], en 1995 el 5% de los hogares estadounidenses de renta superior recibía el 21% de la renta total; el quintil superior –es decir, el 20% más rico- captaba el 48,7% de la renta total. La distribución de la renta no era muy diferente de la de Gran Bretaña y Suecia (obra citada, pág. 350), y la distribución de la riqueza –es decir, no de los ingresos, sino de los patrimonios- era menos desigual en Estados Unidos que en Gran Bretaña. Recientes estadísticas (fuente www.census.gov) arrojan resultados similares: en 2006, el 5% de ingresos superiores obtuvo el 22,3% de la renta; correspondió al quintil superior el 50,5%. Esos guarismos están referidos al ingreso disponible, es decir, ya deducidos los impuestos directos e indirectos, y los subsidios a los sectores más pobres se suman a aquél.

3. Dificultades de definición e instrumentación

Suponiendo que, a partir de una situación de desigualdad, se considerara un objetivo indiscutible la redistribución (así suele ser planteado), surgen muchos interrogantes que no se suelen formular los redistribuidores: 1) ¿en qué punto se detendría?; 2) ¿a favor de quiénes se haría?, ¿del decil más pobre, del quintil más pobre o de sectores más amplios?; 3) ¿cómo se la instrumentaría?; 4) ¿cuáles serían los costos en términos de incentivos, y de administración de la propia redistribución?; 4) ¿cómo se evitaría el incentivo para la subdeclaración de ingresos?; 5)¿qué resultados se obtendrían?; 6) ¿serían realmente deseables esos resultados?

 Dado que la permanente igualación de los ingresos suprimiría todo aliciente para la creación de riqueza, los redistribuidores más moderados se limitan a procurar menores niveles de desigualdad. ¿Cuál es entonces el nivel tolerable? En la mayor parte de los países, los principales contribuyentes del impuesto a las ganancias son las sociedades de capital. La fijación de alícuotas mayores alentaría la radicación de capitales en países con menores niveles de tributación, como de hecho está ocurriendo. Pero dejemos de lado por ahora esa dificultad, y nos concentremos en las personas físicas. Habitualmente, las de más elevados ingresos son las que tienen mayores posibilidades de salir del país y buscar otros con gobiernos más amigables. Imaginemos, sin embargo, que eso no ocurre, y que buenamente los más ricos aceptan mayor imposición (dentro de ciertos niveles, ya lo han hecho). ¿Dónde se detiene la redistribución? Muchas buenas almas que la propician piensan que a ellos no les tocaría, sino solamente a los más ricos (siempre definidos en niveles de ingresos superiores a los propios).
    
Gran parte de los entusiastas redistribuidores suponen que no estarán dentro del grupo de los "redistribuidos". Una política redistributiva –suponiendo que fuera deseable- no puede limitarse a un pequeño porcentaje de la población, como por ejemplo, el 5% de mayores ingresos (que en Estados Unidos obtiene el 22% del ingreso), pues aunque se los privara del 100 % de sus ingresos –dejando de lado la iniquidad de hacerlo, y que sus ingresos ya están recortados por los impuestos- sólo se lograría mejorar un 22 % del ingreso y por una sola vez a los restantes grupos, algunos de ellos de niveles comparativamente altos de rentas.

La política de redistribución debe, forzosamente, fijar un porcentaje de la población que "aportará" y otro que "recibirá". Mientras más grande sea el grupo de los receptores, mayor tendrá que ser también el de los aportantes. Para que tenga algún efecto –suponiendo que pueda tenerlo- los sujetos gravados tendrían que ser cada vez más numerosos, abarcando a buena parte de la clase media, dentro de la cual se encuentran casi todos los entusiastas ideológicos de la redistribución. Distribuir únicamente los ingresos de los millonarios no mejoraría significativamente el bienestar del resto.

4. Los ingresos no son el único indicador de bienestar

Aislando por ahora del análisis que un estado redistribuidor no puede ser federal; que requiere de un poder ejecutivo macrocefálico y de una justicia adicta que no ponga límites al poder fiscal; que la redistribución, si es generalizada, elimina las energías para producir y trabajar, y alienta la fuga de capitales y de personas, tampoco es justo. Un anciano con cáncer de altos ingresos y necesidades mayores, debería aportar a favor de jóvenes sanos de bajos ingresos, en una medida mucho mayor de lo que ya lo hace.

Contrariamente a lo que se afirma en forma errada, los sectores de altos ingresos y las empresas son los únicos que pagan sumas considerables de impuestos directos (a las ganancias, a los bienes personales, a la ganancia mínima presunta; impuestos inmobiliarios; los impuestos a los automotores y rodados más altos). Gravarlos con mayor intensidad requiere de un ejército de nuevos inspectores, mayores arbitrariedades y persecuciones del fisco. Aumentar el "gasto social" –si es empleado con eficiencia- puede (ni siquiera es seguro) reducir los niveles más extremos de pobreza o algunos de sus más lacerantes efectos, pero no hará a los pobres más ricos.

 5. La educación

La educación sí puede disminuir la pobreza, pero eso es algo diferente de la distribución del ingreso. La pobreza no es sólo un problema de bajos ingresos, sino de un reducido valor del "capital humano" (dicho sea esto sin ninguna connotación peyorativa). El problema de los más pobres no son sólo sus bajos ingresos, sino su escasa posibilidad de incrementarlos, porque su productividad es muy baja o nula.

Y la educación pública argentina tampoco aminora la marginalidad, puesto que, cualesquiera sean sus intenciones, no alienta la capacidad, ni el esfuerzo, ni la competencia, ni el mejoramiento, y por el contrario, en su afán de evitar la "expulsión" del sistema, fomenta las conductas destructivas y antisociales, al punto que en una generación, la clase media, que enviaba a sus párvulos a las escuelas públicas en una proporción significativa, ha huido de ellas, aterrada por la inseguridad, la politización, la pérdida de horas de clase y el permanente incentivo a la transgresión, la destrucción y el salvajismo.

6. La redistribución presupone un modelo constitucional de Estado altamente autoritario y no evitaría las injusticias, sino que provocaría otras
  
No es dudoso que los gobernantes deben procurar el bienestar general de la población, y es triste que en uno de los mayores productores de alimentos del mundo, haya casos de desnutrición que conmueven el corazón de una hiena. Pero eso no significa aceptar que los medios propiciados para superar la pobreza resulten adecuados al fin que buscan.  Los países progresan cuando hay seguridad jurídica, que permiten a la iniciativa privada el ahorro, la inversión, la acumulación de capitales, el desarrollo de emprendimientos novedosos y rentables, la incorporación de tecnologías y el mejoramiento de la educación. La redistribución, si se la toma en serio, mata todas esas iniciativas, y sus frutos son exiguos.

Argentina es, a nivel de normas, un país con pretensiones de socialdemócrata (más social que demócrata, y más demócrata que republicano, sin ser en definitiva ni social, ni demócrata ni republicano). Ya el Estado tiene enormes facultades, lo que en la práctica significa un poder ejecutivo fuerte, a despecho de las críticas verbales que se dirigen contra la acumulación y delegación de poderes. Pretender la redistribución en una medida mayor de lo mucho que intenta hacerlo el sistema impositivo, significaría un estado autoritario, si no totalitario, y opuesto a lo que resta de liberal de la Constitución de 1853. El gobierno nacional debería contar con otras fuentes de ingresos que las que prevé el art. 4 de la Constitución; la garantía de la propiedad (art. 17) quedaría hecha añicos; las políticas nacionales suponen ingresos nacionales, y privar aún más a las provincias de sus fuentes de recursos, que constitucionalmente les corresponden; el Poder Judicial debería convalidar más amplias delegaciones de poderes en el ejecutivo o en dependencias de éste, en violación de la letra y el espíritu del art. 76 de nuestra carta constitucional. Frente a tan altos objetivos, los reparos de orden jurídico serán presentados como cuestionamientos formalistas de abogados del establishment, de –para emplear las palabras del marxismo- "sicofantes de la burguesía". La lógica de las supuestamente ilimitadas potencialidades del Estado para hacer el bien, conduce a que todo lo que estorbe la consecución de esos fines sea primero mirado con disfavor, y luego demonizado. El paso siguiente, y mucho más cercano de lo que se cree, es la persecución de los disidentes.

El discurso totalitario –sea cual fuere su signo ideológico- siempre discurre por similares senderos: nuestros objetivos son tan elevados, que los medios deben ser proporcionados a su consecución; luego, están justificados, sean cuales fueren los obstáculos jurídicos o institucionales, porque fines tan altos justifican medios excepcionales; emprendido ese camino, no se pueden tolerar trabas a tan nobles propósitos, y el que discute los medios en realidad se opone a los fines; el derecho, como la economía, deben estar al servicio del hombre; luego…¡al demonio las garantías constitucionales, en particular la propiedad!

No todos los países siguen ese sendero, pero cuando la garantía de la propiedad y en general las salvaguardas y reglas constitucionales se subordinan a supuestas consideraciones de bien público, no se obtiene éste, pero se sacrifican a aquéllas, sumiéndose al país en el autoritarismo, la pobreza y la decadencia.

7. El dirigismo estatal no asegura una mejor distribución

Creer que una distribución más igualitaria del ingreso puede compensar la menor oferta de bienes y servicios, es una ilusión sin fundamento. Al margen de lo difícil que resulta cambiar esa distribución, tal enfoque adolece de deficiencias analíticas fundamentales:

* Las medidas intervencionistas pueden ser soportadas mejor por las empresas más grandes, que tienen un acceso más fluido al poder político, y disponen de mayores recursos para afrontar las pérdidas o, en casos extremos, abandonar el país. Lo probable es que afecten más acentuadamente a las empresas y actividades pequeñas o medianas, a los relativamente ricos pero no poderosos, y a los consumidores.

* En el largo plazo, el crecimiento de la economía no tiene límites, que sí existen en la distribución del ingreso. Una economía con un ingreso per capita de 500 dólares anuales, por igualitaria que sea, no podrá distribuir más que eso, y siempre será más pobre que otra desigual, con un ingreso per capita de 30.000 dólares anuales. Las distintas experiencias históricas muestran que la tendencia inevitable de los flujos migratorios, es que la gente emigre desde las economías dirigidas, hacia las más libres, aunque las primeras presenten una distribución más pareja del ingreso[3]. Antes de la revolución industrial y en la edad media, probablemente el ingreso se encontraba distribuido en una forma más igualitaria (o menos desigual). Los monarcas y la nobleza tenían poder y riqueza fundiaria, pero sus ingresos eran ínfimos comparados con los de los ricos actuales. Hasta el siglo XVIII la población no aumentó, porque la economía no permitía alimentar y vestir a una población creciente. Como en algunos países que muchos hoy admiran, la miseria estaba distribuida en forma más pareja. ¿Eso queremos para nuestra patria?

En Argentina, los ciclos de desborde del gasto público, emisión de moneda o acumulación de deuda, posteriores devaluaciones e hiperinflaciones con su consiguiente reducción, a la fuerza, del gasto estatal que se había incrementado, empobrecimiento y distribución más desigual del ingreso, son conocidos por todos. ¿Por qué seguir insistiendo en lo que ya ha fracasado?

Las contradicciones en los programas redistributivos

Como son pocas las voces que cuestionan la redistribución, cada propuesta destinada a "eliminar inequidades" no despierta objeciones. No sólo deben redistribuirse los ingresos por personas y por familias, sino por regiones y por provincias[4]. Pero el problema es que las políticas de redistribución regional del ingreso, en muchos casos suponen que los pobres de las regiones más ricas, subsidien a los ricos de las regiones pobres, pues las típicas herramientas "redistributivas" –crédito dirigido, modificaciones en la distribución de recursos impositivos, incentivos fiscales e inversión pública en las regiones postergadas- se suelen traducir en transferencias de recursos hacia industriales y empresarios que invierten en las zonas postergadas, y ven financiada total o parcialmente su inversión con dineros estatales, es decir, extraídas del resto de los contribuyentes.
Hace algún tiempo, leí en los medios de prensa la definición de un programa político:el énfasis en la industrialización y el mercado interno; la redistribución de los ingresos, y un fuerte "perfil" exportador basado en la colocación en los mercados externos de productos con valor agregado. Lo que no se preguntó es si estaban confundiendo fines con medios, y si los fines que propone son compatibles entre sí.

 La “industrialización” –en el sentido artificial que se le suele dar- requiere protección arancelaria, cambiaria o ambas; en cualquier caso, significa reducir los salarios reales y por ende el mercado interno. La redistribución de los ingresos, en ese marco, no podría lograrse, porque la protección cambiaria y arancelaria significa el subsidio del resto de la comunidad hacia industriales ricos o enriquecidos.

Pero supongamos que la redistribución de los ingresos fuera tan amplia y exitosa, que realmente se podaran ingresos de los sectores más pudientes en beneficio del resto. Dada la mayor propensión marginal al consumo de los sectores de más bajos ingresos, y la privación de una parte significativa de sus rentas a los sectores comparativamente más ricos, la demanda global se incrementaría, y a la vez la oferta local de bienes y servicios se reduciría.

Ese incremento de la demanda agregada tendería a generar déficit en la balanza comercial, si no fuera compensado por un aumento del ahorro público (es decir del superávit fiscal). Pero un estado redistribuidor, que procura aumentar el consumo, difícilmente restrinja el gasto público, y hemos supuesto que ya incrementó la tributación para obtener la ansiada redistribución. Una mayor demanda interna, no acompañada de un incremento en la oferta, y un gasto público más elevado provocan a la vez déficit comercial y déficit fiscal, que en el mediano plazo se resuelven en inflación y devaluación –reduciendo nuevamente, en valores reales, los salarios, los ingresos y la absorción interna- y pauperizando a los más pobres.



[1] Un 10% de 100 es 10, y un 10% de 10 es 1. Suponiendo una situación –bastante frecuente- en que las mejoras porcentuales sean parejas para ambos sectores, los partidarios de la redistribución harán notar que los "ricos" incrementaron su ingreso en 10, y los pobres, sólo en 1.
[2] Economía, decimosexta edición, 6ª edición en español, Mc Graw-Hill Interamericana de España, 1999, capítulo 19, páginas 349-350.)
[3] Ese fenómeno se da incluso entre países desarrollados: Francia está sufriendo el éxodo de sus profesionales y empresarios, hacia otros países con menores controles e impuestos.
[4] El art. 75, inciso 2 de la Constitución Nacional, al regular la coparticipación dispone que "será equitativa, solidaria y dará prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional".